Ezine internacional de cuentos en lengua original.

Ezine internacional de contos em língua original.

Ezine international de récits en langue originale.

Sunday 13 November 2016

BABELICUS EN ESPAÑOL Número 3

Retrato de Mujer amazónica: Óleo de Adriana Alarco


BABELICUS EN ESPAÑOL
Número 3 - 2016

Estimados amigos:
Les presentamos el tercer número de BABELICUS EN ESPAÑOL que forma parte del blog del amigo y escritor italiano Stefano Valente a quien agradecemos su apoyo y disponibilidad para con esta revista multicultural.
Se han publicado ya los números en portugués y en francés con cuentos originales en dichos idiomas, que pueden encontrar en la página web:
Y también en la página de Facebook:
Babelicus (grupo abierto)
Para este número nos han llegado cuentos en español, de varios países de América Latina y de España, llenos de magias, aventuras y sonrisas… En este número pueden leer estupendos relatos de varios escritores provenientes de Perú, Uruguay, Argentina y Chile.
Para que este proyecto siga creciendo, ruego a los escritores de lengua española interesados en publicar en Babelicus, que envíen sus colaboraciones a la responsable de la edición en español de la revista virtual bianual:
Adriana Alarco de Zadra: alarcoadriana@gmail.com
Se publicarán los cuentos que cumplan los requisitos de brevedad, gramática, fantasía y respeto.
Los autores no pierden sus derechos de autor.



Tanya Tynjälä (Perú) *

Babel Revisited

Cuando los Ingenieros Escandinavos dejaron en manos de esos jóvenes nativos africanos tabletas digitales para suplir la falta de profesores en tan remotos parajes, jamás pensaron las consecuencias que su experimento social tendría en el mundo.
Al principio todo parecía perfecto. Los niños tardaron muy poco en entender cómo funcionaban los dispositivos y pronto se encontraron utilizando sin problemas juegos educativos que les enseñaban a leer. Los Ingenieros Escandinavos recibieron muchas felicitaciones y se decidió utilizar ese método en otros lugares con carencia de profesores.
Pronto la humanidad prescindió de los mismos, alegando que los niños aprendían más fácil, de manera más uniforme y más barata con las tabletas digitales. El analfabetismo, como algunas enfermedades virales, desapareció del planeta.
Fue muy tarde cuando uno de esos iniciales ingenieros, notó alarmantes anomalías en el aprendizaje. En esa lejana y primera aldea africana, empezaron violentas luchas fruto de absurdos malos entendidos. Entonces comprendió que al no tener un profesor con quién contrastar lo que aprendían, muchos no habían entendido lo mismo. Así pues palabras tan elementales como “comer” o “beber”, no tenían el mismo significado para todos. Al principio los cambios fueron tan sutiles, que nadie los notó, luego evolucionaron hasta hacer la comunicación casi imposible.
De nada valió alertar a los gobiernos, ellos – sobre todo los de países menos desarrollados- estaban contentos con los resultados: habían logrado eliminar el analfabetismo.
Muchos años después, cuando el planeta se encontraba devastado por pequeñas hordas que trataban de sobrevivir como podían en ese caos lingüístico, sin agua potable, sin energía eléctrica, uno de los ancianos Ingenieros Escandinavos sobreviviente, maldijo el momento en que colocaron en las manos de esos jóvenes nativos africanos, la primera tableta digital.

*Tanya Tynjälä. Escritora peruana de ciencia ficción y fantasía. Se dedica a la docencia. Ha publicado con NORMA La ciudad de los nictálopes, Cuentos de la princesa Malva y Lectora de sueños, además con Micrópolis Sum, colección de micro relatos y poemas. Es editora para el idioma español del equipo de blogs de “Amazing Stories”. Ha sido galardonada con premios literarios como el “Francisco Garzón Céspedes” en 2007. Pueden apoyar su trabajo en Patreon: http://patreon.com/tanyatynjala Página web: www.tanyatynjala.com Blog en Amazing Stories: http://amazingstoriesmag.com/authors/tanya-tynjala/ Blog de viajes: http://piedraquecorre.blogspot.com/




Carlos Suchowolski (Argentina)*

Aprender a mentir a base de palos

¡Maldita! ¡Y maldita la hora en la que no supe detenerme a tiempo y mirar para otro lado! ¡Ah, el terror onírico, lo que puede obtenerse al usarlo con profesionalidad!
Pero, me maldigo de nuevo, porque esta vez sólo obtuve una victoria pírrica en lugar de imponer resignación, o dolor, o tristeza, o ganas de pegarse un tiro, no sé..., todo menos sufrir las consecuencias en mi delicada piel. Ella, en el límite de la desesperación, fuera de sí como nunca, comenzó a romperlo todo, apuntándome sin dar al principio con los floreros de las mesas, que se hacían añicos a mi alrededor, un cenicero estrellado contra la pared, a mi derecha, los cuadros que colgaban a mis lados, dentro y fuera de mi campo de visión pero cuyos estallidos escuchaba en la medida en que eran destrozados (¡y eso que ellos, a su manera, se habían mantenido muy condescendientes!), la lámpara de la mesita de noche, expulsada de su sitio de un manotazo y que no llegó más lejos porque se lo impidió el cordón..., hasta que, por fin, lo que temía: extender los brazos hacia mí, desesperada, iracunda, por todo, incluso por no haber dado con todo aquello en el blanco..., y arrancarme en vilo de la pared a la que estaba pegado porque era lo único que podía hacer, porque... ni dame la vuelta podía, aunque ni así me habría salvado de los lanzamientos de haber tenido ella puntería..., para por fin alzarme en el aire y arrojarme a uno de los rincones de un certero envión... De nada me habían valido los aullidos mudos y las súplicas que no quisieron salir del otro lado de sus gestos furibundos, ni que me esforzara por aflorar el arrepentimiento futuro que estaba seguro que habría de llegar... No escuchaba lo que podría llegar a decir, no quería ver lo que pensaría más tarde, yo la había herido demasiado a conciencia como para que se despojara del velo y pudiera ver un poco más allá.
Ahora, malamente reconstruido por ella misma en cuanto se le pasó la rabieta, a base de su ulterior paciencia que, aunque tarde, prefirió asumir dado lo mucho que en el fondo me quería, al fin y al cabo como si sólo de un puzzle de entretenimiento se tratase... y del que, ay, le faltaron las piezas diminutas, las astillas, los granos poco menos que invisibles que se mezclaron con el polvo o quedaron bajo las suelas de sus propios zapatos... Bah, qué más le daba a la maldita habiendo conseguido recomponerme para que le sirviera, aunque fuese con aquellas cicatrices que ahora la compensaban al disimular las arrugas en la confusión.
Ahora, colgado de la pared de nuevo, justo sobre el tocador igual que antes, sufriendo para siempre las heridas más curadas que marcaban definitivamente mi rostro, para colmo desviado ahora gracias al golpe recibido por el marco, convertido por ello en un tullido medio cojo, tuerzo una boca donde destellan unos dientes mellados, bizqueo los ojo con los que todavía veo aunque en unos siete fragmentos grandes y unos cuántos pequeños, hundo anormalmente la mejilla derecha en un gesto trizado y, sumiso, contenido en todo lo posible, ahogo mi conciencia y respondo sumiso:
-Así es, mi Reina, eres la mujer más bella de la tierra.

*Carlos Suchowolski, nació en Argentina y vive en España. Publicó en prestigiosas revistas en diversos idiomas. La Sdad. Española de C.F. lo incluyó en tres antologías. Publicó Una nueva conciencia, novela, reeditada en Amazón y la antología Once tiempos de futuro (Amazon), que está siendo traducida al alemán. Ha acabado una segunda novela, nuevos microrrelatos y cuentos y una obra de teatro.



Eugenia Prado Bassi (Chile)*

El Hermano Menor
Acerca de lo que le sucedió al hermano menor luego de la primera experiencia con su hermano, dos años mayor, y de cómo a modo de carta él le declara sus profundos sentimientos.
Qué me haces que siento que me muero. A mis nueve tú tenías once, eras de los hermanos, el mayor. Qué me haces que siento que me muero, me agoto, y ya no puedo levantarme y la luz de la mañana me pone tan triste. Qué me hacías cuando éramos tan niños. Por qué me duele la idea que me sitúa como presa única de tus movimientos. Por qué me besas. Por qué lo haces con tanta insistencia. Por qué me tocas. Me chupas tanto, que casi me gusta cuándo lo haces y la costumbre me obliga a soñarte. Te sueño en pesadillas con los ojos brillantes repasando cada movimiento que me vulgariza con hostilidad. Ahora, que he crecido, entiendo lo que hacías. Puedo ver cómo fuiste poniéndome todo esto en la cabeza. Aun así, te atreves a negarnos. Niegas el placer del primer día, y yo sin poder entender cómo podrías no privilegiar entre tus recuerdos el momento exacto de aquel día, en que tú y yo, desnudos frente al espejo nos iniciábamos bajo la fuerza de extrañas imágenes. Ese primer día, tú y yo nacíamos a la vida, anticipando sueños que dibujarían cómo iría dándose todo entre nosotros. Muy pronto, descubrí que lo que hacíamos te avergonzaba y de pudores me sentía triste y tan perdido. Sin poder entender cómo, después de haberme iniciado, anteponías semejante distancia.
¿Te avergüenzo? Te avergüenzan estos sueños míos, aun cuándo por las noches sigo el movimiento de tus labios que chupan sin tregua, y exhausto trato de apaciguar el dolor y que se calme mi dureza de ahí abajo.
Solo tú me importas. Digo.
Y te abalanzas y me atrapas y en silencio me sometes sin saber cómo avanzar tus labios que huidizos niegan el deseo que arde en mi boca. Mis labios chupan. Puedo verte destruido resbalar adentro de mi boca y me gritas que siga, que lo haga más rápido y yo, sin poder contener la respiración agitada. ¡Hazlo! ¡Chúpame despacio! Dices. ¡Sin vergüenza! Gritas. Nos ponemos ardientes y me golpeas sobre los muslos, sobre las nalgas hasta que el deseo nos estalla.
En el acecho de las pupilas dilatadas del que escapa, confundidos nuestros cuerpos crecen. Y también la risa cuándo empieza a gustarme cómo lo haces encima mío cuando nos hacemos uno, bajo promesa de pacto secreto.
Quieto. Me quedo quieto esperando la proximidad de otro de tus estallidos. Y tú vuelves sobre mí otra vez. Una y otra vez, cuando los demás no están y yo tengo tanto miedo de la reiterada insistencia con que me mojas. Dependo, ambos dependemos de tu astucia. Y me dices, qué tiene de malo. Que con una vez no pasa nada. Nada, juras. Y finjo que no me gusta porque tu poder es evidente.
Por las noches sueño contigo y me mojo con el recuerdo de tu mirada sobre mí hostil. Acércate, me dices. Sé que puedes hacerlo mejor. ¡Hazlo! Sin tener idea de cuánto me gusta cómo lo haces. Si no te va a doler. Susurras y sobre mí jadeas y entre quejidos te mueves hasta dejarme repleto. ¿Así? ¿Te gusta? Dices, cuando a golpes me sometes. ¿Ves cómo eres maricón? Gritas y me sofocas tanto, que ya no cabe adentro de mi boca, toda la fuerza de tu insistencia. ¡Mariquita! Gritas. Más fuerte. ¡Hazlo! Y mi boca, exhausta de aplacar tu necesidad, no se detiene y no puedo pensar, no puedo respirar y me siento perdido, sabiendo que no conseguiré volver en mí hasta verte caer de rodillas.
Dos niños jugando. Éramos dos niños que aún hoy juegan.
En el espacio sofocante de la infancia habita también la rotunda presencia de Madre. Pero Madre no hará otra cosa que desaparecer en los recuerdos de cuándo no peleábamos, de cuándo nunca lo hacíamos, con tal de verla sonreír. Entonces, una vez más el apuro y la urgencia cuando Madre no está y a hurtadillas aprovechamos el tiempo de todas sus salidas. Y los empleados ni se enteran de lo que hacemos cuando Madre sale de la casa. Galopes de pies descalzos corretean por los pasillos. Oídos sordos, cuándo me alcanzas.
¡Dime si no es rico! Gimes. ¡Rico! Gritas. Y me bajas los pantalones y te refriegas encima mío y me besas en la boca. El ardor cede. Aprendo a disfrutarlo. Cuándo sobre mí resbalas y sobre mí jadeas y me jalas el pelo. Si no te va a doler. Dices y hasta te atreves a prometerlo, mientras me arrastro y suplico, abrumado por tus exigencias. Me gusta. Grito. Me gusta mucho. Pero por dentro tiemblo por una de tus nuevas ocurrencias.
Por las noches me aprieto contra la almohada y lloro después de haber sido el perfume de tus labios salivados. Cómo odio la necesidad de este secreto que te apega más a mí. Eres el hermano mayor y también el de los inventos. Me enciendo con la precariedad de este silencio pero ya no tengo miedo.

(Fragmento del texto Objetos del silencio, secretos de infancia. 2007, Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile).

*Eugenia Prado Bassi / Escritora - Nace en Santiago de Chile. Es escritora, diseñadora gráfica y editora en Ceibo Ediciones. palabra02@gmail.com /



Julio García Ventureyra (Argentina)*

LA VIDENTE
Cuando la acaudalada señora Teresa Peralta viuda de Lafuente fue hallada muerta en su mansión, los dos investigadores seleccionados para el caso no lograron encontrar pistas. Sólo sabían que había sido cuidadosamente estrangulada. Entonces decidieron esa misma tarde recurrir a Rita, la vidente que se especializaba en los casos más difíciles.
Ex profeso, Rita les dijo que necesitaba algo de tiempo, no mucho, para estudiar y dilucidar el hecho. Cuando se quedó sola, reconstruyendo en forma minuciosa y prolija los acontecimientos en base a los datos que le fueron suministrados, vio con asombro que el criminal era un conocido personaje que aparecía con frecuencia en periódicos, revistas y programas de televisión, y que era un alto funcionario.
El crimen cometido obedecía a dos motivaciones, una pasional, pues ambos mantenían un romance desde tiempo atrás, padeciendo él celos enfermizos, no aceptando la vida liberal que ella, mujer atractiva de mediana edad, como él, seguía llevando.
La otra respondía al robo. La ambición de dinero y poder, la mayoría de las veces, se manifiesta en el ser humano sin límites ni freno alguno. Pero Rita, experta en la visualización de los senderos del destino, vio también otro camino, y que no era aquel que la llevaba a poner en peligro su propia vida por las circunstancias del caso, sino, a su propia muerte, que era precisamente lo que en estos momentos ella comenzaba a "ver", un revólver que le apuntaba a la sien.
El áspero sonido del timbre la hizo reaccionar, volviendo a la realidad y, mirando el reloj mientras se encaminaba a la puerta, la abrió. Allí estaban de pie los investigadores que habían quedado en venir a esa hora. Una vez que los hizo pasar, les explicó que había estudiado lo sucedido sin hallarle solución, declarándose inepta para el mismo, pero antes de que se retiraran, pensó ¿y la justicia? Y como un cierto remedio expurgador de su conciencia extrajo de su biblioteca un libro titulado:
Los peligros del poder, cuyo autor no era conocido, y en el mismo les señaló la página que decía: 
"Casi todos los seres humanos --muchos animales también-- con pleno desarrollo de su personalidad tienen aspiraciones al poder; el equilibrio de las personas que lo ejercen, y el uso del mismo pueden hacer que dentro suyo se alberguen Dios o Satanás, el Bien o el Mal".
Los hombres siguieron su camino analizando las palabras. En su recorrida continuaron visitando a otros videntes, pero todos...absolutamente todos... se declararon incompetentes.

*El autor de esta colección de cuentos, Julio García Ventureyra, nació  en Argentina, donde reside en la actualidad en la ciudad de Bahía Blanca.
Primer Premio Cuento Certamen Escritores Bonaerenses Dirección de Cultura, Argentina
Publicado en Ideas Imágenes Diario La Nueva, domingo 13 de Abril de 2014, Argentina



Ricardo Giorno (Argentina)*

DIEZ

Los árboles secos, las piedras húmedas, la niebla ocultándole los pies. Una figura —masculina a simple vista— camina por ese aquelarre de horrenda vegetación. Había cubierto sus facciones con la capucha azul de una amplia capa. Y su andar se tornaba incierto. Como si estuviese buscando algo.
De más adelante, le llegó una fetidez que sabía de antemano de qué se trataba: un curso de agua lodosa, burbujeante. Evitó respirar hondo. Sitio impuro, en verdad.
La figura se descubrió, y la mata de sus cabellos grises ondeó con el viento. Las negras cejas se arquearon, y arrugas le cruzaron la frente. La barba blanca se perdía debajo del broche de oro de la capa. Investido de oro y azul, el anciano era consciente de que su apariencia regia contrastaba con lo siniestro del lugar.
Por fin llegó a una de las márgenes del riacho.
Extendió los brazos hacia la noche, y el viento cesó. Una pequeña muestra de mi poder, pensó sonriéndose.
Se plantó ante ese lodo negro. Alzó la voz en una salmodia. Danzaron las manos al ritmo de sus labios.
El barro burbujeó aún más en una zona justo frente al anciano. Se movía como siguiéndole el ritmo a las manos.
La voz chilló en tono monocorde produciendo una melodía hipnotizante. Del barro se elevó una columna que fue transmutando burbujas por chispazos amarillos. La columna giró y se retorció y se retorció cada vez con un chasquido diferente. Para luego aplanarse en el barro como moviéndose por leyes antinaturales.
¡No te escondas! Ven, ven a mí —dijo el hechicero—. Aparece ya ante mi todopoderosa presencia que te conjura —y tiró del broche de oro de la capa azul.
Al abrirse la capa, una esfera que colgaba sobre su pecho fulguró en amarillo.
Del lodo, ahora emergió una mano huesuda, monstruosa. Luego, una cabeza aún más bestial. Por fin, el resto del cuerpo. Del enorme cuerpo. ¡Un golem, a todas luces!
El golem, sin hundirse, caminó sobre el barro y fue hasta el hechicero y se postró a sus pies.
Tu llamado me ha despertado —dijo con voz pastosa—. Y aquí estoy.
Debes hacer un trabajo para mí —la esfera amarilla brillando aún más, se hundió dentro del pecho de la bestial criatura. El anciano cerró la capa y volvió a ajustarse el broche dorado. El otro, sin contestar, permaneció postrado—. ¡Obtén el Grial de estos tiempos! ¡Tráeme la Copa del Mundo!
Entonces el golem, temblando violentamente, disminuyó de tamaño. La piel se le tornó más pálida, aunque no blanca. Se transformó en un muchachito retacón, de exuberante pelo negro y rizado. Su mirada resultaba desafiante.
Así será —dijo, y partió hacia La Paternal.


SÁBADO AL MEDIODÍA

Reunión en el taller. Mecánicos, barrenderos, gerentes y poetas.
Y al conjuro de mollejas, chimichurri y asadito, el vino va soltando el alma.
Conjunción bizarra, si las hay. Si hasta pude verte, clarito te pude ver: espejismo enfundado en campera con flecos, jean ajustado y botas tejanas.
Y mientras el vino corre, las lenguas bailan al compás de la música de cuchillos y tenedores que atacan platos de vidrio, de metal, de madera. Y el mutuo aprecio surge de manos armadas de vasos entrechocándose.
Reímos, bromeamos y nos juramos amistad eterna, por lo menos hasta el próximo sábado. Entonces, a la hora del café y del cognac, con el estómago repleto como sólo una reunión así puede completar, el corazón se dispara. El barrendero filosofa, los mecánicos exponen teorías tan insensatas como creíbles, el gerente opina sobre todo y el poeta le teme a las innatas propiedades de los espejismos: su eterna y terca efímera vida y su eterna y terca inaccesibilidad.

* Ricardo Giorno nació en 1952 en Núñez, ciudad de Buenos Aires. Es miembro activo de varios talleres literarios. Ha publicado cuentos de ciencia ficción en AXXÓN, ALFA ERIDIANI, NGC 3660, LA IDEA FIJA, NM, y un libro propio de relatos Subyacente Inesperado y otros cuentos (Alumni, Buenos Aires, 2004). Es miembro del Círculo de Escritores de la Abadía de Carfax, que ya va por su 5ta. Antología.




Fernando Sorrentino (Argentina)*

Supersticiones Retributivas

Yo vivo de las supersticiones ajenas. No gano mucho y el trabajo es bastante duro.
Mi primer empleo fue en una fábrica de soda en sifones. El patrón creía, vaya a saber por qué, que uno de los millares de sifones (sí, ¿pero cuál?) alojaba la bomba atómica. Creía también que era suficiente una presencia humana para impedir que aquella terrible energía se liberase. Éramos varios los contratados, uno para cada camión. Mi tarea consistía en permanecer sentado sobre la irregular superficie de los sifones durante las seis horas diarias que duraba el reparto de soda. Una tarea ardua: el camión daba barquinazos; el asiento era incómodo, doloroso; el trayecto, aburrido; los camioneros, gente vulgar; cada tanto estallaba un sifón (no el de la bomba) y yo sufría heridas leves. Al fin, cansado, renuncié. Y el patrón se apresuró a reemplazarme por otro hombre que, con su sola presencia, impediría el estallido de la bomba atómica.
En seguida supe que una señorita solterona de Belgrano tenía un casal de tortugas y creía, vaya a saber por qué, que una de ellas (sí, ¿pero cuál?) era el demonio en forma de tortuga. Como la señorita, que vestía de negro y rezaba el rosario, no podía vigilarlas continuamente, me contrató a mí para que lo hiciese de noche. “Como todo el mundo sabe”, me explicó, “una de estas dos tortugas es el demonio. Cuando usted vea que a una de ellas le crecen dos alas de dragón, no deje de avisarme, porque ésa, sin duda, es el demonio. Entonces haremos una hoguera y la quemaremos viva para terminar así con la maldad sobre la faz de la tierra”. Las primeras noches me mantuve despierto, vigilando a las tortugas: qué animales tontos y sin gracia. Luego mi celo me pareció injustificado y, apenas la solterona se acostaba, yo me envolvía las piernas en una manta y, encogido en una silla del jardín, dormía la noche entera. De manera que nunca pude averiguar cuál de las dos tortugas era el demonio. Entonces le dije a la señorita que prefería dejar ese empleo, pues me resultaba insalubre pasar las noches en vela.
Porque, además, acababa de enterarme de que en San Isidro había una vetusta casona sobre una alta barranca, y, en la casona, una estatuilla que representaba a una dulce muchacha francesa de fines del siglo xix. Los dueños —una pareja de grises ancianos— creían, vaya a saber por qué, que esa muchacha se hallaba enferma de amor y de tristeza, y que, si no se le conseguía novio, moriría a corto plazo. Me asignaron sueldo y me convertí en novio de la estatuilla. Empecé a visitarla. Los ancianos nos dejan solos, aunque sospecho que secretamente nos vigilan. La muchacha me recibe en la melancólica sala, nos sentamos en un gastado sofá, le llevo flores, bombones o libros, le escribo poesías o cartas, ella toca lánguidamente el piano, me echa suaves miradas, yo la llamo Amor mío, la beso a hurtadillas, a veces voy más allá de lo que permiten el decoro y la inocencia de una muchacha de fines del siglo xix. También Giselle me ama, baja los ojos, suspira tenuemente, me dice: “¿Cuándo nos casaremos?”. “Pronto”, le respondo. “Estoy juntando plata”. Sí, pero la fecha se difiere, pues es muy poco lo que puedo ahorrar para nuestro casamiento: como ya dije, no se gana gran cosa viviendo de las supersticiones ajenas.

[De En defensa propia, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982]

*Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en 1942. Sus invenciones suelen entrelazar de manera sutil, y casi subrepticia, la realidad con la fantasía, de manera que no siempre es posible determinar dónde termina la primera y empieza la segunda. Paraguas, supersticiones y cocodrilos (2013) es su más reciente libro de cuentos.




Carlos M. Federici (Uruguay)*

UN RELATO INCREIBLE
NEUROCÓMICS

TIENES QUE DESHACERLO, tecleé en la computadora. DEBES VOLVER LAS COSAS A SU ESTADO NATURAL. YA SABES LO QUE TE ESPERA SI TE NIEGAS.
Aún tenía arrestos para desafiarme, desde la pantalla:
NO QUIERO. AHORA QUE LOGRE DARLES LA VIDA, SE QUEDARAN PARA SIEMPRE. USTED NO SE ATREVERIA A TORTURARME. SU MALDITO JURAMENTO HIPOCRATICO SE LO IMPIDE, DOC.
Yo estaba empapado de sudor. Posé unos dedos temblorosos sobre el teclado. ¡Se había terminado el tiempo de advertir! El no lo ignoraba, por supuesto: estaba en mis manos someterlo a los tormentos infernales, sólo con alterar en forma ínfima la programación... Rechiné los dientes. Haría lo preciso. Por fortuna, me dije, el desdichado no podría siquiera quejarse.
¿E L COMIENZO de la pesadilla? ¡Apenas dieciséis horas atrás!
Al doblar una esquina me vi envuelto en el pandemonio. Era una avenida céntrica: el tránsito estaba embotellado sin remedio. Las bocinas ensordecían con su clamor colectivo, y los cuellos de la gente se estiraban hacia lo alto.
¿Es un pájaro?
¿Es un avión?
Palidecí hasta los tobillos. Era absurdo, ilógico..., no podía aceptarlo la mente racional. ¡Pero ahí estaba! He sido fanático de los cómics durante décadas, de manera que no había forma de que me confundiese. Yo conocía bien aquella rauda forma tricolor que surcara el cielo de la ciudad. Por fantástico, inconcebible, grotesco que pareciese…
...¡Superman volaba sobre nuestras cabezas!
SEGÚN transcurrieron las horas, tuve algunos encuentros más por el estilo. Vi al solemne Rip Kirby atravesar la calle, seguido por la rubia Honey Dorian, que apenas podía seguirle el paso. Ya sobre el mediodía, pasó, en veloz carrera, el mismísimo Batman, que casi se lleva por delante a Mandrake y su hueste de conejos blancos... Sir Valiente deThule blandía la Espada Cantora y clamaba a gritos por Merlín... A las quince y treinta, Casey Ruggles fue detenido, en plena Plaza Mayor, por el porte ilegal de dos monumentales Colt .45; y, media hora más tarde, la familia Marvel en pleno dejaba boquiabiertos a los curiosos con sus alardes de acrobacia.
¡Se había materializado lo imposible: los héroes del cómic convivían, quién sabe por qué portento, con los seres humanos ordinarios! ¡Hasta podría estrechárseles la mano! O conversar con ellos…
Confieso que me sentí invadir por la euforia. Era “el sueño del pibe” hecho realidad... Soy todo un Premio Nobel, y he dictado conferencias en Harvard, Oxford y La Sorbona; pero el deleite de la hora arrasó con todos mis escrúpulos de adulto...
...Pero el encanto habría de disiparse. De repente, se ensombreció la tarde. Una monstruosa armazón metálica se tendió por sobre las azoteas de los rascacielos, aprisionándonos sin piedad... Dos niños, que hasta hacía poco gozaban de lo lindo, se apretaron contra mí, aterrorizados.
¿Qué es eso, señor? —lloriquearon—. ¿Qué está pasando! ¡Tenemos mucho miedo!
No les contesté. Pero se me hizo un gran nudo en la garganta. ¡Porque sabía bien la causa de aquel desastre! No me sorprendió cuando la voz malévola resonó a través del magnetófono:
-¡LA CIUDAD ESTA A MI MERCED! ¡TODOS SON MIS PRISIONEROS! ¡EXIJO DOS BILLONES DE DOLARES COMO RESCATE!
Cundió el pánico; yo me estremecí violentamente.
¡Santo Dios! —gemí—. ¡Es Lex Luthor, el genio criminal! ¡Se me olvidaban los villanos! ¡Si han cobrado vida también, podrían acabar con nuestro mundo!
Comprendí entonces que aquella anomalía tendría que cesar. Una legión de seres superdotados, desde sobrehumanos paladines y hembras de belleza enloquecedora, hasta engendros de indecible aberración, codo a codo con el vulgo... ¡No sobreviviríamos a eso!
Pero yo estaba seguro de conocer al responsable... Y bien sabía que nadie, sino yo mismo, estaba en condiciones de obligarle a volver las cosas a su cauce normal.
SEIS AÑOS atrás, con el Nobel fresco en mi currículo, mi creciente fama trascendió fronteras. La fabulosa Fundación Vanderhoot me contrató de por vida, siete cifras "verdes" mediante.
Mi cometido era concreto: mantener con vida al heredero, Bobby Vanderhoot, destinatario de la mayor fortuna de la historia, pero víctima, a la vez, de una misteriosa dolencia que lo habría acabado a los doce años y medio, de no haber sido por el andamiaje clínico que yo le diseñé. Gracias a tal dispositivo, Bobby recibiría alimentación directamente en el torrente sanguíneo, en tanto un pulmón mecánico respiraba por él, y el resto de las demás funciones corporales se operaba artificialmente. Su comunicación con el mundo exterior se realizaba por medio de un sofisticado programa informático; las palabras (que le resultaba imposible vocalizar), aparecían en la pantalla; nuestras respuestas, tecleadas, iban al cerebro mismo.
Una vez se me ocurrió la idea (¡minuto fatal!) de hacerle más llevadero su calvario cotidiano: alimenté los circuitos con algunas de mis viejas revistas de cómics... Ahora advertía la magnitud del error cometido. Bobby absorbió el material suministrado con fruición de adicto; por fin —de algún modo inconcebible para mí—, su energía cerebral, acumulada durante años y años de inactividad física, consiguió proyectar a la dimensión real aquellas criaturas de la imaginación. ¡Insensato prodigio!
Así que me vi compelido a apelar a recursos extremos. Ya no se borrará jamás de mis recuerdos esa infamia mía, perpetrada en perjuicio de un inválido total; pero, mordiéndome los labios hasta sangrar, me forcé a forzarlo y conseguí mi propósito.
Su clamor cibernético flameó:
¡BASTA! ¡BASTA! ¡LO HARE! ¡¡PERO DEJE DE MARTIRIZARME ASIIII!...
Se arqueó su pobre cuerpo, entre la maraña de tubos y cables; alguna conexión saltó, y la pantalla se pobló de alucinantes arabescos.
Me di cuenta de que me había excedido... Pero ya era tarde para detenerlo.
La reacción de Bobby surgió desmesurada, torrencial..., incontenible.
¿CÓMO EXPLICAR lo que sucedió entonces? Creo que es tarea imposible. No existen palabras, de lengua humana alguna, que puedan expresar, en su cabal sentido, lo que representa para cada uno de nosotros el haber quedado reducido para siempre a ser...

* Carlos María Federici (3 de diciembre de 1941, Montevideo) es un escritor, guionista y dibujante uruguayo, de ciencia ficción, policial y terror. Su obra literaria aparece en varias antologías de su país y del exterior. Se lo considera uno de los pioneros de la ciencia ficción y el relato policial en Uruguay. En 2013 se publicó una antología de sus historietas, bajo el título Federici, Detective Intergaláctico, proyecto del periodista Matías Castro, financiado con apoyo estatal.



Jorge Scherman Filer (Chile)*

ALTER EGO

Su Excelencia
Salvador Allende Gossens:
Un ruido de pájaros metálicos acezando la ciudad me despertó al alba y me encontré de súbito rememorando mi propia encrucijada -ya había pensado en su Señoría en las últimas semanas. Toqué el campanil de oro para apurar a misiá Eleonora, le pedí que preparara mi baño y evitase la entrada de cualquier intruso a mi gabinete durante la siguiente hora.
Necesitaré silencio y un esfuerzo de frialdad, convicción y carencia de pudor para animarme a escribirle estas rápidas líneas, las que espero no tome a mal dentro de sus importantes actividades y cruciales decisiones que habrá de tomar este día.
Tenga a bien creer en mis desinteresadas intenciones tras los fundamentos de estas palabras. Espero además de su Señoría, hombre conocedor de las miserias del alma humana, el reconocimiento en ellas de mis más sinceros y descarnados sentimientos. Por favor, ningún motivo lo conduzca a pensar en una demanda de complicidad entre seres desolados.
Una revisión de nuestros actos nos llevaría de seguro a concluir ora de algunas cercanías, ora de nuestras profundas distancias. Y si he de serle franco, más allá del paso del tiempo, en más de un ámbito lo he juzgado con dureza, mientras para su Excelencia y sus partidarios yo soy sólo digno de alabanzas: las más de las veces me parecen exageradas y, sobre todo, me siento un mero estandarte para alimentar un odio contra los míos que jamás habré de compartir.
Pero sería esta mañana un sin sentido ahondar en estas materias. En la condición en que me encuentro me siento protegido, estoy al menos al resguardo de mis más enconados enemigos. Pero más de alguno de sus nietos y bisnietos -me dirá su Señoría-, continúan denostándolo. Si he de mantener mi promesa de hablarle sin dobleces, sus fulminantes anatemas ya no me ofenden, mi preocupación se centra ahora tan solo en su Excelencia.
Ya habrá adivinado el por qué de esta misiva. Mis razones son estrictamente personales: hace décadas que el papel de héroe o de cobarde supera mi entendimiento y mis emociones.
A pesar del tránsito hacia mi muerte todo fue similar a la víspera. Si no fuese por mi profunda pena por la ausencia de mis seres queridos y mi desazón al irme a dormir sin el beso de despedida de mi esposa, al principio me sentí aliviado. Pero pasados unos meses, mi nombre fue desapareciendo de las conversaciones, de los titulares de la prensa, y se fue trasladando a los textos en versiones carentes de sensibilidad hacia mi persona. Siento que al olvidarme como ser humano no han hecho más que agraviar mi memoria. Así, pasados los lustros y las décadas, me fui sintiendo un paria. De cuando en cuando reaparecía en alguna sesión del Congreso o en una discusión en los claustros universitarios. Nadie osó hablar de mi angustia infinita tras este, mi creciente aislamiento, mi impotencia mientras una y otra vez hacían trizas la República.
Pero esto pertenece a un ayer inútil. Creo, sin embargo, que habrá de tener en el presente algún sentido decirle a su Señoría que intentar la justificación de la labor encomendada aduciendo nobles intenciones -comprenderá que le hablo desde mi modesta perspectiva- es la más engañosa de todas mis experiencias. Estará quizás pensando en que su deber con la Patria le obliga a no ceder ante los conspiradores. Pues verá, cualquiera sea su decisión final y lo que le depare el destino, nuestro autoproclamado patriotismo es una mera ilusión, y me atrevería a usar la palabra desatino.
Habrá escuchado o leído su Excelencia el lugar común de que nuestro oficio es el arte de lo posible. Pues bien, me he dado cuenta con el paso de los años que si hemos de hacerle honor a la verdad y dejar de lado los eufemismos, la nuestra constituye en la actividad más ególatra.
¿Qué debo hacer yo en este preciso momento para salvar a la grey?, de seguro se estará cuestionando su Señoría. Si la revisa con detención verá que la pregunta es de por sí del todo insincera. Tan solo desde la soberbia es posible hacérsela sin captar el egoísmo subyacente. Me costó aceptarlo, pero la anterior era una disyuntiva errada. Los más de mis amigos y partidarios me habían ido dando la espalda con una frialdad que me destrozó el alma, ofendiéndome al quebrantar sus lealtades y, lo más notable, exigiéndome algunos una dureza que solo hubiese servido para corroborar sus ignominiosas acusaciones de ser un gobernante autoritario. Pero nada dependía ya de mí a esas alturas, y seguí pensando ilusamente en mi deber con la Patria, cuando en verdad me encontraba hacía mucho tiempo abandonado.
Han tenido, sin embargo, la osadía de acusarme de haber atentado contra mi vida. Si he de hacerle honor a la verdad ni yo mismo lo recuerdo. Desconozco si me suicidé aquel día o si me morí de viejo anhelando la oportunidad de comunicar a alguien como su Señoría estas postreras reflexiones.
Espero que tenga a bien considerar mis palabras escritas bajo la presión de los acontecimientos que hoy se desencadenan, pero la mañana avanza, y quiero hacérselas llegar antes de que sea demasiado tarde.
Mis respetos a Su Excelencia, suyo
José Manuel Balmaceda (1)

(1) José Manuel Balmaceda. Presidente de Chile entre el 18 de Septiembre de 1886 y el 29 de Agosto de 1891. En 1891 estalló una Guerra Civil entre sectores partidarios de su administración presidencialista, y la oposición que abogaba por un régimen parlamentario. Luego que las fuerzas leales a su gobierno fueran derrotadas en las Batallas de Cóncon y Placilla, Balmaceda se refugió en la legación argentina, donde se suicidó el 19 de Septiembre de 1891.


*Jorge Scherman - Nació en Santiago de Chile (1955). Economista y escritor, y Doctor en Literatura, Pontificia Universidad Católica de Chile. En 1994 publicó la novela Sócrates despliega el arcoiris. Asimismo, Por el ojo de la cerradura (1999) -novela; La parodia del poder: Carpentier y García Márquez, desafiando el mito sobre el dictador latinoamericano (2003) -ensayo; Eclipse (2005) -cuentos; El mal arcano (2008) -novela/ensayo; ¿Y tú qué me propones?: Carta abierta a Marlon Brando (2011) -ensayo. Y en coautoría con Rodrigo Cánovas Emhart, el ensayo Voces judías en la literatura chilena (2010).